7 jul 2015

La mano de Goliat y el puño de David

Los tambores retumbaban en el valle desde el amanecer. Fueron los primeros rayos de sol los que advirtieron a los aldeanos de la fulgurante batalla que estaba por librarse. Como si de un Poseidón sin mares los tridentes se afilaban en ambas campañas y el destello de las ascuas despertaba la curiosidad de aquellos que habían madrugado para acoplarse en el mejor palco del patio de butacas.

Desde temprano, David comenzó a ataviarse con las corazas plateadas y endureció los nudillos de sus puños para encallarlos y servirse de ellos como herramienta perfecta para derrotar al temible Goliat. En un alarde de no quedarse rezagado el gigante de ébano empolvaba sus palmas de las manos ya que por la grandeza de su corpulencia no le hacía falta cerrarla para con la propia inercia de su movimiento derrocar a todo aquel que consideraba enemigo. Con semejante panorama la lidia se antojaba desproporcionada, pero David no desistía en su arrogancia y orgullo y a pesar de las vicisitudes estaba concienciado de que no intentarlo sería la verdadera derrota, pues, ¿qué tenía que perder?

Pronto comenzaron a abrirse las cortinas de ambas tiendas, los vasallos de cada bando, aunque en cantidad visiblemente sin equilibrio, vitoreaban a ambos contendientes y aplaudían la valentía que demostraban. Tanto el gigante de negra figura, como el imberbe caudillo formaron filas sin pestañear y el trofeo que se interponía entre ambos lucía con esplendor en el centro del campo de batalla.  

De repente todo se paralizó, sólo la respiración afianzada de los contrincantes, el sordo estallido de algún sollozo de compasión de las madres que arreciaban en el lugar, una brisa agorera del tedioso estío que se encontraba a la vuelta de la esquina y dos buitres que rondaban en el azul para recoger la carroña que sobraría tras la lucha se hacían su hueco. Al finalizar el último toque del tambor dio comienzo el vitoreado litigio.

Un Goliat tranquilo plantó su mano abierta como una tormenta de nubes ennegrecidas y con actividad eléctrica sobre el cuerpo de un David que se limitó a levantar su brazo con el puño bien cerrado que pronto quedó visiblemente hundido en la inmensidad de la extremidad del exacerbado rival. Los aplausos en las filas de Goliat apenas se manifestaron eclipsados detrás de sonrisas maliciosas que preconizaron cuál sería el resultado de la lucha y cuya presencia sólo se convertía en un acto de afianzamiento de su premonición. Todo acabó en cuestión de segundos. Al levantar la mano, David se hallaba muerto, las heridas eran mortales y el espectáculo pronto había acabado. Triunfante, Goliat, ante la plebe arrancó de raíz el pequeño acebuche de varas flexibles que servía como muestra de la victoria.

Cuando todos se hubieron alejado del lugar el cuerpo de David sólo quedó velado por sus escasos fieles que confiaron desde el principio en su triunfo, ahora contemplaban apenados como todos los esfuerzos habían sido en vano. Tal fue así que los buitres comenzaron a rondar a escasos metros del maltrecho cadáver.


Todo parecía acabado, pronto se esfumaron las esperanzas de aquellos que sólo confían en el aquí y ahora y ahora todo era desolación. Cuando también esos se alejaron, David, comenzó a respirar, con el puño aun cerrado alejó a los buitres carroñeros de sus maltrechas carnes, asió a sus compañeros y se levantó con la mejor de las sonrisas. Ahora, él sí contaba con la fidelidad y la lealtad, ahora era cuando verdaderamente comenzaba la guerra, mientras Goliat y sus secuaces celebraban con exaltación de egos su fácil triunfo, el pequeño pero inteligente David comenzó a elucubrar y articular su caballo de Troya con el que más temprano que tarde tumbaría de un silbido al victorioso Goliat. Pues David supo siempre que para ganar son precisos los espinos, mientras que Goliat seguro de su fuerza no alcanzó a comprender que sus espinos lo rodeaban desde el comienzo. 

Diego José López Fernández

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