DIEGO LÓPEZ. Cruje la rama de un árbol donde suavemente posa sus garras un cernícalo. La rama le sirve de torre vigía ante su próxima presa. La noche es tenue de luz, la luna agoniza en su último cuarto menguante para dar paso al nacimiento del astro nuevo que comenzará un ciclo eterno y perfecto. Pronto la luna llena volverá a iluminar el iris rapaz de la majestad nocturna. Unos ojos enormes acechan en la espesura de matorrales donde muchas de las potenciales presas aguardan, aceleradas de miedo, a que las garras del ave real se cierna sobre sus lomos con el propósito de servir de estimable banquete al acervo de una cena triunfante.
El cernícalo, ávido de gula, ansía saber elegir con certera paciencia donde clavar su letal arma. Piensa absolutamente cada detalle del ataque, cada centímetro de la presa, cada una de las consecuencias que implican dar el siguiente paso, pues errar sería una auténtica fatalidad. El cernícalo entiende que su decisión será consecuencia trágica para otros, lo sabe, lo entiende y lo asume consecuentemente. El ave nocturno aplica con desdén las leyes vitales para redimir su culpa, el hambre, la realidad de ingerir vida para seguir subsistiendo en ella. De este modo, el altanero pájaro se vanagloria de conciencia, de respeto social y de sabiduría vital.
Amanece y cuando la rabia solar hace visible el campo de batalla la sangre, que en charco quedo encaramada en la roca asesina que sirvió de herramienta de tortura, se hace pública. Anuncia la cruenta realidad que en el sito campal hubo de haber sucedido, allí donde el cernícalo agarró su manjar y destruyó hasta la agonía el hilo que las parcas tejieron a tenor de ese ser desde su existencia. Pero todo el proceso sin duda ha estado presidido por la cordura sabia, sabia intrínseca de una naturaleza irracional, instintiva que lo hace ser perfecto.
Carente el pájaro de acumulación de cadáveres innecesarios a sus espaldas es ahora ser triunfante en la lucha del más fuerte. El cernícalo entiende la satisfacción que provoca evitar que broten ríos de sangre sin sentido, entiende también que él es el rey de la noche y que ha de ser así por su condición justa, por escrutar bien antes de decantarse por la presa, pero sobre todo por su carencia de ambición.
Hasta aquí se escribe la historia de un ser que es capaz de mostrar cordura y sensatez desprovisto de cuantas armas intelectuales posea, es decir actúa desde su desarrollo primitivo, según la valía humana. Pero es infinitamente más sabio, mas estable, equilibrado y comprometido consigo mismo y por ende con su entorno, ya que al fin y al cabo, es el escenario de su propia vida y sabe protegerlo.