Apenas había comenzado a llover. Siempre era la lluvia la que acompañaba su llanto enjugado. Lo hacía invisibilizándola al resto. Paula sabía que no iba a ser un día normal. Aquel aguacero estaba golpeando el alféizar con más desmesura de lo común.
Mauro, como siempre, desafiaba cualquier tipo de premonición de su esposa. La hacía sentir un ser patético por sus continuos vaticinios que él creía inútiles y ella los llegaba a sentir como tal. Pero siempre terminaba teniendo la razón y eso la angustiaba. Al mismo tiempo que encendía la cólera de su esposo —como si ella tuviese la culpa o hubiese dispuesto, conjurada junto a la luna y todos los elementos naturales, poseer el don para dejarlo en ridículo— se agotaban sus ganas de existir.
Tanta era la frustración que se consolidaba en el esposo, que sus miradas le atravesaban el alma y la rompían en mil pedazos. Tras sus intuiciones se sucedían días de silencio cruel. Aún así, Paula no dejaba de servir en cada tarea que Mauro le tenía asignada. Al fin y al cabo, era una buena esposa.
Pero llovía y el agua comenzaba a amenazar con fuerza los bajos de las casas. A la par, las venas de Paula bramaban el espanto. La gran ola estaba a punto de asolarlo todo. Llovía.
Mauro, impasible, la contemplaba con desprecio. Sabía que estaba preocupada, pero se reía de sus profecías, como cada vez que llovía y las tormentas decidían instalarse frente a sus ventanales con más asiduidad de la que la buena mujer estaba configurada a soportar. Puede que, en alguna de esa precipitación, ella se dejase arrastrar por la corriente. Pero las corrientes no terminaban de encauzar y los charcos, hasta entonces, le habían parecido más o menos sorteables.
Llovía y lo hacia con furia. A pesar de la advertencia, Mauro reía. Las nubes seguían descargando y él, guiándose por la rudeza del que se siente en la brutalidad de desafiar a la furia de Poseidón, se adentró en la marea. Consideraba que salvar de las supercherías de su esposa, por si acaso, las cosas que de verdad le importaban, todo material, iba a resultarle una empresa fácil.
Odiaba la idea de tener que darle la razón en forma de truenos en la cocina, incluso en las fronteras de una habitación que no merecía aquella señora cuando pecaba de bruja. El “porsiacaso” era una pequeña licencia que se permitía el tipo para tener la excusa de poseer la razón. Nadie mejor que Mauro era consciente de que, en realidad, su decisión era una forma de obedecerla que él detestaba.
La lluvia, siempre la lluvia, pero ese día era más lluvia. Y ella no dijo nada, no hizo falta. Todo iba a quedar bajo las aguas, ya se había asomado al barranco y vio el desbordamiento muy cerca. Paula, en su cabeza conocía aquella lluvia. Las nubes le estaban hablando. Lo mejor era dejarlo hacer. Mauro, sin saberlo se fue adentrando en la lluvia, tanto, que Paula jamás volvería a tener la necesidad de corroborar sus aciertos.
Llovía y el barranco era furia, y la ola era lodo. Llovía y el polvo, por fin, volvía al polvo.
Por Diego J. López
