26 dic 2014

De tu sombra mi belleza

Si en el antiguo Egipto se comenzaron a popularizar algunos de los modelos más primarios de sombreros, fue en la Grecia clásica dónde aparecieron con más fuerza y el gorro frigio se convirtió en símbolo de libertad ya que era el complemento que reconocía a los esclavos liberados. Aunque bien es cierto que el sombrero se populariza sobre todo en Francia en tiempos de Carlos VI con el principal fin de protegerse de la lluvia. Pero décadas y siglos después el noble arte de la sombrerería fue distinguiéndose y convirtiendo poco a poco a los sombrereros en nuevos artesanos cuyos modelos no sólo tenían la finalidad de proteger al portador de la lluvia o el sol, sino que incluso se crearon modelos que distinguían el estatus y nobleza del que lo lucía.
Aunque sería imposible abarcar la historia de la sombrerería, sí hay algo cierto es que actualmente el sector cuenta con un prestigio alcanzado por haberse convertido en un complemento perfecto de actos nobles. Si es el hipódromo de Ascot uno de los eventos anuales más conocidos dónde es el sombrero el complemento estrella, aquí en España bodas y actos oficiales han dejado un escenario perfecto para lucir estos tocados y sombreros.
¿Y Sevilla? Pues no podía ser menos, es una ciudad que cuenta con una serie de casas de sombrerería con algunos artesanos que siguen ejerciendo este precioso oficio. Como asevera el refranero patrio ‘para muestra un botón’ y en plena calle O’Donnell nos encontramos con el atelier o taller del joven José Luis Carreño. Si la ilusión y el buen hacer de esta profesión tiene un nombre y un sitio en la eterna Isbilia, sin duda, reside en esa céntrica calle. Desde su más tierna juventud, aunque a sus 29 años, ésta,  todavía no lo ha abandonado, pensó en formarse en el complicado mundo del diseño y la confección lo que llevó que tras su paso por la Universidad perfeccionara la técnica aprendida en la escuela de confección de Jerez en la siempre glamurosa y cuna de la moda Milán. Y fue en ese lugar dónde con un sombrerero inglés aprendió el oficio y hoy en día mujeres de muchos rincones de Andalucía y algunas también de fuera confían en la marca que José Luis ha logrado labrar a base de esfuerzo y tesón, CUKKI. Junto con JLu Zambonino ha logrado que la mujer atraviese el umbral de su taller vestida, nunca mejor dicho, de pies a cabeza.
IMG-20140530-WA0003En una tarde de calor o quizás de lluvia y ¿por qué no? puede que con el azahar florecido el joven gaditano aventura en la Híspalis de rancio abolengo configurar un taller de sueños para clientas que buscan la elegancia de las cosas bien hechas, dónde el estilo y el saber hacer de sus maravillosas manos hacen que salgan elaborados sombreros y tocados que vestirán las cabezas de estas damas en bodas, actos sociales y fiestas. Nada mejor que confiar en Carreño que además de instruido y luchador es capaz de sacar el mejor partido a la mujer.
Cuántas horas entre plumas, lentejuelas, mallas y fieltros, materiales nobles de seda, bordados y demás piezas para con ganas y fantasía crear y seguir creando, innovar y hacer de cada pieza algo especial. Sus dedos poco a poco dan forma a uno de esos sombreros y en algún lugar una mujer sueña con ¿cómo será el complemento perfecto que adornará mi cabeza? Y sin saberlo, en el centro de la vieja Sevilla un chaval está recogiendo ese sueño y comenzando a moldear la nueva pieza que lo hará realidad.
Como José Luís es Andalucía tierra de sombreros y además algunos de propia hechura, el cordobés, el cañero y de ala ancha, el de paja, sombreros que visten las cabezas con historia, desde los utilizados para el toreo, la feria o el campo, hasta los prendidos para los mejores y más factuosos eventos. El sombrero, sin duda, y sus artesanos conforman un oficio al que le esperamos una larga y próspera vida. Y así la sombra que cobija a los portadores de un sombrero se hace belleza, se hace distinción y cumpliendo con su función el sombrero es y seguirá siendo el que reparta desde glamour en una fiesta hasta el alivio a un jornalero bajo el sol candente de esta bendita tierra del sur. Pero siempre será una cosa, parte de un momento y por consecuencia ligado a toda una vida.

*Fotos cedidas por JLu Zambonino

Navajas con hojas de espejo

origin_10153220726Carmen está tranquila. En la cocina la válvula de la olla ha comenzado a despedir los humos del magnífico cocido que está preparando para el almuerzo. Sus hijos saldrán en breve de sus aulas y el esposo pronto terminará su jornada en el tajo. Asomada en la ventana le sorprende un silbido, un silbido que no sale de los labios de una persona, es un sonido más agudo, acompasado y dejando caer el aire en las últimas notas. Pronto, observa como ese canturreo es cada vez más próximo y dónde la vista comienza a alcanzarle ve como un señor de una mediana edad pero ennegrecido por su exposición a los rayos del sol ataviado con unas ropas limpias, pero de antiguas modas, se aproxima con un pequeño y viejo ciclomotor en cuya parte trasera porta un artilugio que movido con un pequeño motor es la herramienta principal de su trabajo. Y así, Carmen apresurada abre uno de los cajones de la cocina y rápido baja las escaleras del segundo piso donde vive, al llegar a la calle se acerca a ese señor y le ofrece un ramo de cuchillos y tijeras, el afilador, amable, la saluda y comienza con su tarea.
Si existe una profesión de esas de antaño, profesión de rancia tradición y de notable carácter rural que aun hoy día es posible observar en ciudades como Sevilla esa es, sin lugar a dudas, la de afilador o ‘afilaó’. En la Sevilla de las Setas de la Encarnación, de la Torre Pelli y la moderna Isla de la Cartuja, en esa Sevilla de lo retro moderno del Arenal y la Alameda, en la Sevilla que se empeña, con acierto, en modernizar lo que siempre ha sido en su esencia, una urbe provinciana que ha sabido captar nuevas esencias, ahí, en esa Sevilla todavía vemos por las calles de sus barrios, esos barrios que se impregnan de olores varios a la hora del almuerzo a un señor pasear por sus plazas al grito de -”El afilaooooooooooor”-. Y si hay suerte, alguna ‘maría’ le gritará por el balcón o correrá apresurada a solicitar sus servicios.
Este personaje de la España burlonesca, de esa España del ‘Lazarillo de Tormes’, ha sabido superar a la historia y trascender en el tiempo. Ahora quizás en coches y no a pie, en motocicletas y no en burro, los afiladores siguen subsistiendo en una época en la que las nuevas tecnologías han sabido superar este tipo de servicios, aun así, la figura del afilador se ha convertido en un emblema no institucionalizado pero sí aceptado por el devenir de los tiempo.
Si bien es cierto que los cuchillos, hachas y tijeras que pasan por las manos de estos trabajadores de la tradición quedan relucientes, afilados y listos para cumplir con sus funciones, no menos cierto es que se han granjeado con un halo de negatividad y la superstición ha hecho de ellos augurio de mal agüero. Entre otras cosas muchos son recibidos con un malsonante y poco gustoso -¡Los muertos del afilador!-. Otros, sin embargo, de una manera más fina, cuando escuchan la estridente flauta de estos señores atinan a tapar su cabeza con el primer trapo que encuentran. Supersticiones a parte, los afiladores han asumido que en el imaginario colectivo se haya quedado este halo de mal fario, pues, al fin y al cabo, afilan herramientas que bien pueden ser utilizadas para su uso primigenio como para mal usarlas y hacer el mal. También han trascendido a cantares populares como en el juego infantil en el que una cancioncilla dedicada a estos artesanos es el hilo conductor de su operativa.
Sea como fuere y sin conocer realmente el por qué de que esta tradición haya sido capaz de trascender en el tiempo, con este artículo se pretende hacer un homenaje a esas personas que han decidido arriesgar su labor a afilar las navajas y demás aperos, aun a riesgo de ser objetos del recelo supersticioso. Afiladores que a día de hoy llenan las calles y plazas de los barrios de la Sevilla eterna de esa ciudad de esencia que tanto gusta al sevillano y visitante. Si por un sólo momento esta bonita profesión aporta magia a la tradición no cabe más que desearle una larga y próspera vida. Además felicitar a todos los afiladores que con sus flautas y su grito particular hacen despertar a las nuevas generaciones de lo pronto y rápido y quizás alguno reflexione y pregunte a sus mayores que quiénes son y qué hacen estos señores. Si sirven además de para afilar para despertar el entusiasmo de conocer de niños y jóvenes sean todos bienvenidos y no dejen de afilar esta bonita tradición.

Tejiendo el amor

Las arrugas muestran surcos de experiencia en unas manos que con mucho amor asen dos agujas y un ovillo de lana, punto a punto hileras de lazos perfectos y simétricos van configurándose. No pocos han sido los metros de madejas que esta buena señora ha transfigurado en chalecos, rebecas, pololos o patucos. Como si de una parca que nunca deja de tejer los hilos de una nueva vida, la abuela que tras la buena nueva no piensa más que en rellenar esa canastilla matriz de necesidades cubiertas en primera instancia del que será el vástago querido de su eterna protección.
Así pues, abuelas van trabajando su estatus en la vida del que está por nacer y desde la primicia, la buena señora, no piensa en otra cosa y con mimo y dulzura, pero sobre todo con ilusión va tejiendo con amor cada una de las puntadas que de esas agujas van saliendo. Ancestral son las artes de la costura y el tejido, milenarias las técnicas que bordan con diferentes formas y motivos las prendas, tantas como el amor que se profesa hacia este escalón de la línea genealógica.
Sin embargo, nunca es suficiente, siempre puede haber más y surgen los dilemas. ¿Qué color utilizo? ¿Rosa para la niña, azul para el niño, neutros como el amarillo o el verde? ¿Pongo lazos, no los pongo? Cuestiones, a priori, intrascendentes, pero una vez en la mercería, esta buena señora, interroga y aborda casi desaforada al tendero, cree que su ilusión es la única existente en ese momento, no considera que pueda haber otras abuelas en la retaguardia con la misma sensación. Pero el sabio e instruido tendero es hábil y conoce a la perfección el trato que ha de dar a estas buenas mujeres y todas, a buen seguro, sonríen con su bolsa al atravesar el marco de la puerta.
Desde la antigüedad las mujeres se reunían para tejer juntas. Configuraban así pequeños club sociales en los que intercambiaban impresiones, emociones y por qué no decirlo alguna que otra habladuría. Es una buena y preciosa costumbre que cada vez está más en desuso. Quizás la costura o el punto ha quedado relegado a talleres esporádicos que los Ayuntamientos o las Juntas de Distrito ofertan a los vecinos para rescatar, aunque sea de una manera efímera, esta bonita costumbre. Ni que decir tiene que son las féminas las verdaderas portadoras de la técnica aunque no estaría mal que los hombres se acercaran a este maravilloso mundo de creación. Pero todavía existen algunas casas, algunas abuelas de esas de otras generaciones anteriores que no pierden esta sana costumbre y en la sociedad del consumismo que no sabe apreciar lo costoso y la calidad de este tipo de prendas hay, aun, un atisbo que hace perdurar en el tiempo las agujas bajo las axilas y la madeja entrevista entre una bolsa que se aloja en el suelo junto a una mecedora o sillón, baluarte perfecto para ejercer la bella profesión.
En las profesiones artesanas las de estas abuelas que tejiendo el amor hacia sus nietos son únicas tiene una digna mención y además merece alegato de salvación por parte de los defensores de las tradiciones. Nuestra primera ropa, ese primer chaleco que nos coloca nuestra madre antes de salir del hospital maternal, esos gorros y bufandas en los primeros días del otoño y esos baberos que tantas cucharadas han aguantado salen de las manos de estos seres primorosos que son las abuelas. Así, el orgullo y la simbiosis es total, portar una prenda tejida a mano, por esas manos, es algo que nunca te harán olvidar y, ¿quién sabe?, algún día tus propios hijos pueden aprovecharlos y orgulloso promulgarás a los cuatro vientos el nombre de la artífice de tan bella prenda y sentirás orgullo, quizás nostalgia.
Al fin y al cabo somos hijos de la tradición, en primera y última instancia y a pesar de las vicisitudes, la modernidad, el ritmo frenético y la loca sociedad de la imagen y la comunicación no hay mensaje más bello que el que transmite el olor de esa lana que tras lavados ha adquirido una personalidad propia, un olor que transportará al más olvidadizo hacia esas manos, hacia ese regazo y hacia esas bellas arrugas que supo protegerlo del frío y el calor a base de un punto tras otro, de un hilván y un brocado. Esas manos que tejiendo el amor devorarían por ti hasta al mismo diablo.

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