Si existe una profesión de esas de antaño, profesión de rancia tradición y de notable carácter rural que aun hoy día es posible observar en ciudades como Sevilla esa es, sin lugar a dudas, la de afilador o ‘afilaó’. En la Sevilla de las Setas de la Encarnación, de la Torre Pelli y la moderna Isla de la Cartuja, en esa Sevilla de lo retro moderno del Arenal y la Alameda, en la Sevilla que se empeña, con acierto, en modernizar lo que siempre ha sido en su esencia, una urbe provinciana que ha sabido captar nuevas esencias, ahí, en esa Sevilla todavía vemos por las calles de sus barrios, esos barrios que se impregnan de olores varios a la hora del almuerzo a un señor pasear por sus plazas al grito de -”El afilaooooooooooor”-. Y si hay suerte, alguna ‘maría’ le gritará por el balcón o correrá apresurada a solicitar sus servicios.
Este personaje de la España burlonesca, de esa España del ‘Lazarillo de Tormes’, ha sabido superar a la historia y trascender en el tiempo. Ahora quizás en coches y no a pie, en motocicletas y no en burro, los afiladores siguen subsistiendo en una época en la que las nuevas tecnologías han sabido superar este tipo de servicios, aun así, la figura del afilador se ha convertido en un emblema no institucionalizado pero sí aceptado por el devenir de los tiempo.
Si bien es cierto que los cuchillos, hachas y tijeras que pasan por las manos de estos trabajadores de la tradición quedan relucientes, afilados y listos para cumplir con sus funciones, no menos cierto es que se han granjeado con un halo de negatividad y la superstición ha hecho de ellos augurio de mal agüero. Entre otras cosas muchos son recibidos con un malsonante y poco gustoso -¡Los muertos del afilador!-. Otros, sin embargo, de una manera más fina, cuando escuchan la estridente flauta de estos señores atinan a tapar su cabeza con el primer trapo que encuentran. Supersticiones a parte, los afiladores han asumido que en el imaginario colectivo se haya quedado este halo de mal fario, pues, al fin y al cabo, afilan herramientas que bien pueden ser utilizadas para su uso primigenio como para mal usarlas y hacer el mal. También han trascendido a cantares populares como en el juego infantil en el que una cancioncilla dedicada a estos artesanos es el hilo conductor de su operativa.
Sea como fuere y sin conocer realmente el por qué de que esta tradición haya sido capaz de trascender en el tiempo, con este artículo se pretende hacer un homenaje a esas personas que han decidido arriesgar su labor a afilar las navajas y demás aperos, aun a riesgo de ser objetos del recelo supersticioso. Afiladores que a día de hoy llenan las calles y plazas de los barrios de la Sevilla eterna de esa ciudad de esencia que tanto gusta al sevillano y visitante. Si por un sólo momento esta bonita profesión aporta magia a la tradición no cabe más que desearle una larga y próspera vida. Además felicitar a todos los afiladores que con sus flautas y su grito particular hacen despertar a las nuevas generaciones de lo pronto y rápido y quizás alguno reflexione y pregunte a sus mayores que quiénes son y qué hacen estos señores. Si sirven además de para afilar para despertar el entusiasmo de conocer de niños y jóvenes sean todos bienvenidos y no dejen de afilar esta bonita tradición.
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