13 sept 2018

La generación engañada

Parece que el mundo de los llamados milenials está dirigido por un ejército de influencers, instagramer, youtubers y viceversos varios que se tornan en los adalides del neo triunfador. Ahora, quien más likes cosecha o más seguidores atesore en el banco de sus redes sociales, se puede decir que tendrá asegurado un futuro, al menos, a corto plazo, porque está claro que los que somos milenials, nacidos entre 1980 y los 2000, somos las generaciones más engañadas de la historia, una absoluta pena siendo todos hijos de la Democracia.

Cuando éramos pequeños nos decían que teníamos que estudiar una carrera para ser ‘alguien’ en la vida, para llegar a tener el mejor trabajo y ganar mucho dinero con el que hacer realidad nuestros sueños. En esa ardua tarea muchos hemos empleado, al menos, las dos primeras décadas de nuestras vidas. Nos reíamos de esos compañeros y amigos que con 16 años abandonaban los estudios para trabajar en la albañilería o en la hostelería, principalmente, en la costa, y aunque ellos ganaban verdaderos pastizales de dinero y podían comprar con 18 años coches de alta gama e incluso tener una casa, tú estabas ahí estudiando, formándote para ser el gran triunfador que te prometieron. Y pronto, ambos os distéis cuenta de que vivíais en una mentira. Que os habían engañado. A unos porque comprobaban como la preparación académica no se materializaba en las posiciones laborales anheladas y a otros porque les hicieron creer que los bólidos y los chalets eran suyos, pero era obvio que no. Y perdieron, todos perdieron esa batalla.

Más tarde, cuando empezábamos a tomar conciencia del auge de Internet, asistíamos a la aparición de las redes sociales, de la vida en directo, de los multicanales de comunicación, de las emisoras en abierto, de la popularización de la telefonía móvil, etc., nos hicieron creer que éramos la generación mejor informada. Nos fuimos haciendo conscientes de que estábamos en la Era de la Comunicación, dónde el amigo que vivía a diez mil kilómetros podía tener una conversación fluida contigo a diario. Pero a la vez, nos fueron alejando más de nuestro entorno cercano, de transformar nuestras vidas en una página Web, nos enseñaron a mostrar nuestra visión del mundo a través de las redes y a narrar nuestros estados anímicos, convertirnos en expertos tertulianos, jueces, críticos de moda y analistas políticos, todo sin pisar un aula, sólo con el conocimiento infuso de la Era de la Comunicación. Y nos engañaron de nuevo. Parece difícil discernir entre la verdad, la postverdad, los bulos y las mentiras que se entremezclan de manera sibilina entre párrafos, más o menos, bien estructurados que fomentan desde el odio, a la xenofobia, el racismo o el machismo y nos encontramos, pues, con que la generación más informada, comparte imágenes, memes, pseudonoticias, información, al fin y al cabo, falsas, sin contrastar, sin ser ciertas, sin sentido y anulando una vez más la creación de una mente crítica. Es penoso comprobar como una dictadura había mantenido secuestrada la libertad de expresión y de pensamiento para mantener aborregada a las masas y precisamente, tras cuarenta años de Carta Magna sea la Era de la Comunicación, de la sobre información, la que siga manteniendo, casi intactos, aquellos valores que creíamos erradicados.

Por último, nos han hecho creer que estas generaciones hemos sido testigos directos de una nueva Era Política. De una etapa en la que no todas las cartas se la juegan dos, sino que el tablero se ha abierto a otras posibilidades, ahora tenemos más referentes en los que fijarnos, en los que poner nuestros designios. Casi salvadores de una patria que parece cada día más putrefacta. Y me pregunto ¿nos estarán engañando de nuevo?

El efecto dominó

¿Cuántas veces la propia inercia nos ha llevado a hacer lo que hacía el de al lado? Seguramente, alguna que otra. Es lo mismo a lo que llamamos efecto dominó, pero, ¿nos hemos parado a reflexionar el por qué de actuar de ese modo? Es más que probable que, en este caso, hayan sido los menos.

Ayer observé como alguien que conducía un vehículo se percató de que otro conductor estaba emprendiendo la maniobra de salir de un aparcamiento, hasta ahí todo normal. Vi, entonces, como ese conductor, sin querer aparcar en el hueco que se iba a dejar vacío, esperó a que el anterior saliese facilitando, así, su incorporación a la nueva ruta, esto ya menos habitual. No obstante, seguí contemplando la escena y pude comprobar como la persona que había sido agraciada con la amabilidad del otro conductor hizo lo propio unos metros más adelante con un coche que, igualmente, también salía de un aparcamiento. Esta situación sí que captó mi atención y me pregunté ¿lo habría hecho si el de atrás no le hubiese facilitado el paso? Es algo que no podremos corroborar, pero seguramente las probabilidades hubiesen descendido bastante. Así que me convencí de que el efecto dominó, en esta ocasión, había sido la herramienta perfecta para facilitar un sentido de civismo que no debería ser síntoma de contagio, sino una acción genética de necesidad. No obstante, creo que estamos lejos de alcanzar tal excelencia.

Fue entonces, cuando de una escena puramente cotidiana, mi mente comenzó a trabajar de manera autónoma y esa misma sinergia se materializó en preguntas algo más trascendentales ¿necesitamos los humanos un espejo en el que mirarnos? ¿El simple hecho de pertenencia al grupo es el que nos hace actuar de un modo u otro con el único objetivo de ser aceptados más que el deseo altruista de hacer lo correcto? Y en esa vorágine llegué, casi solito, a la conclusión de que el ser animales gregarios nos hace un poco esclavos del qué dirán. Perdemos de ese modo, algunos más que otros, la autenticidad y en ese momento abrimos infinidad de puertas hacia la manipulación, ya sea mediática, política, religiosa o social, pues el miedo a perder el redil de lo correcto nos aleja del grupo y eso, en la mayoría de los casos, crea pavor.

No obstante, me hice la pregunta al contrario, pues, en definitiva, el efecto dominó que había observado se materializó en algo positivo y surgió ahí otra duda ¿tendemos los humanos al drama dando prioridad a la parte más siniestra? Y llegué a otra conclusión, la intrínseca maldad que albergamos aflora con más facilidad el mal uso de las herramientas de las que disponemos. Es decir, un cuchillo, por sí mismo, no es un arma para hacer el mal y, sin embargo, nos sirve para multitud de acciones que nos benefician, aunque por regla general lo observemos con recelo. Ahí caí en mi trampa.

Casi sin saberlo me estaba sirviendo en bandeja una realidad, la de que en el fondo somos más libres de lo que pensamos, pero más verdugos de lo que se espera de nosotros. Así pues, será por el efecto dominó de lo políticamente correcto por lo que nuestras decisiones, en muchas ocasiones, vayan enfocadas a no dejar pasar al de delante por el riesgo a parecer idiotas y como si dejando al coche que nos precede hueco para salir, en vez de pitarle en señal de sanción, perdiésemos esa condición de ser humanos mas ligada a lo siniestro por la simple pertenencia al grupo. Y, todo esto, lo vine observando desde el balcón.

Baba de Lobos

Se los conoce por su fiereza y porque cuando abren las fauces blanden sobre sus víctimas toda la rabia que llevan dentro cercenando, si pueden, hasta el último halo de vida. Así actúan normalmente los lobos. Es cierto, tanto como que deben la mayor parte de su valentía al hecho de permanecer unidos y, sobre todo, a su poder de sumisión al líder. No obstante, sirva esta descripción más como metáfora que como rendición de cuentas de una especie maravillosa del mundo animal.

Sean pues llamados lobos, o lobas, a aquel conjunto de seres que por su capacidad de liderazgo o por su condición de servil forman parte de manadas que buscan, más bien escondidas en la maleza, la pieza a la que atacar.

De un tiempo a esta parte, se han visto multitud de manadas deseosas de sangre fresca. Yo mismo, las veo desde el balcón, casi a diario. Manadas que enfurecidas por un lobo líder buscan cercenar a sus víctimas sin que estas tengan el más mínimo poder de respuesta, o sí. A veces, las loberas están llenas de muchos individuos dispuestos a lanzarse cuando el macho o la hembra alfa toca el silbato, pero ocurre en alguna ocasión que esos no están preparados para el contraataque y lo que no saben es que si no matan a la pieza y esta se hace fuerte volver al redil significa el repudio y la vergüenza, pues es más que probable que el lobo líder afee su deslealtad. Suele ocurrir de forma más habitual de lo que alcanza nuestro entender. Sin embargo, a cada envite, la manada se va quedando pequeña y el líder cada vez más cercado.

También es común ver como si uno de los lobos o lobas sumisos se quedan atrás, rezagados por un contratiempo, la manada sigue y lo abandona, pero ya es tarde para la clemencia de una pieza que de ser víctima pasa a jugar un nuevo papel en el tablero.

En tanto en cuanto el líder o lideresa apee cierta solvencia inicial no garantiza que la meta haya de ser benévola, máxime cuando el trono ve peligrarse y alguno de los sumisos cree que ha llegado su momento de gloria, algo que al feroz también lo hace temblar. Y pasa, créanme que pasa.

Y en la inmensidad de un llano, cual batalla, con unos lobos huidos, el líder cada vez más sólo, y los sumisos babeando para ver quién asume el descalabro del finado, aparece la pieza, la pieza cada vez más dura, más cerril y más segura. En ese momento, brillan los ojos de algunos y aunque su interior sea un tsunami de rabia y odio saben que han perdido fuerza de ataque, miran que han perdido unos por no estar atentos a labrarse un respeto y otro porque creía en la infinidad del trono y, sin embargo, nada es como al principio. Nada en absoluto.

Deseó entonces la primada víctima, no tanto ser indulgente, sino dar el sitio que merecían por méritos propios esos lobos, el de la huida con el rabo entre las piernas, sin necesidad de morder, ni de venganzas estúpidas. Ellos seguían siendo lobos, sí, pero la manada había desaparecido y ahora sólo se podían regocijar entre sus babas, esas babas de hambre de un poder que habían perdido precisamente por su espejismo de supremacía. Una manada que ahora aúlla sola y a falta de un líder o lideresa que los guíe.

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