Se los conoce por su fiereza y porque
cuando abren las fauces blanden sobre sus víctimas toda la rabia que
llevan dentro cercenando, si pueden, hasta el último halo de vida. Así
actúan normalmente los lobos. Es cierto, tanto como que deben la mayor
parte de su valentía al hecho de permanecer unidos y, sobre todo, a su
poder de sumisión al líder. No obstante, sirva esta descripción más como
metáfora que como rendición de cuentas de una especie maravillosa del
mundo animal.
Sean pues llamados lobos, o lobas, a
aquel conjunto de seres que por su capacidad de liderazgo o por su
condición de servil forman parte de manadas que buscan, más bien
escondidas en la maleza, la pieza a la que atacar.
De un tiempo a esta parte, se han visto
multitud de manadas deseosas de sangre fresca. Yo mismo, las veo desde
el balcón, casi a diario. Manadas que enfurecidas por un lobo líder
buscan cercenar a sus víctimas sin que estas tengan el más mínimo poder
de respuesta, o sí. A veces, las loberas están llenas de muchos
individuos dispuestos a lanzarse cuando el macho o la hembra alfa toca
el silbato, pero ocurre en alguna ocasión que esos no están preparados
para el contraataque y lo que no saben es que si no matan a la pieza y
esta se hace fuerte volver al redil significa el repudio y la vergüenza,
pues es más que probable que el lobo líder afee su deslealtad. Suele
ocurrir de forma más habitual de lo que alcanza nuestro entender. Sin
embargo, a cada envite, la manada se va quedando pequeña y el líder cada
vez más cercado.
También es común ver como si uno de los
lobos o lobas sumisos se quedan atrás, rezagados por un contratiempo, la
manada sigue y lo abandona, pero ya es tarde para la clemencia de una
pieza que de ser víctima pasa a jugar un nuevo papel en el tablero.
En tanto en cuanto el líder o lideresa
apee cierta solvencia inicial no garantiza que la meta haya de ser
benévola, máxime cuando el trono ve peligrarse y alguno de los sumisos
cree que ha llegado su momento de gloria, algo que al feroz también lo
hace temblar. Y pasa, créanme que pasa.
Y en la inmensidad de un llano, cual
batalla, con unos lobos huidos, el líder cada vez más sólo, y los
sumisos babeando para ver quién asume el descalabro del finado, aparece
la pieza, la pieza cada vez más dura, más cerril y más segura. En ese
momento, brillan los ojos de algunos y aunque su interior sea un tsunami
de rabia y odio saben que han perdido fuerza de ataque, miran que han
perdido unos por no estar atentos a labrarse un respeto y otro porque
creía en la infinidad del trono y, sin embargo, nada es como al
principio. Nada en absoluto.
Deseó entonces la primada víctima, no
tanto ser indulgente, sino dar el sitio que merecían por méritos propios
esos lobos, el de la huida con el rabo entre las piernas, sin necesidad
de morder, ni de venganzas estúpidas. Ellos seguían siendo lobos, sí,
pero la manada había desaparecido y ahora sólo se podían regocijar entre
sus babas, esas babas de hambre de un poder que habían perdido
precisamente por su espejismo de supremacía. Una manada que ahora aúlla
sola y a falta de un líder o lideresa que los guíe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario