Hoy llovía y le importaba al agricultor, ese que con sudor y esfuerzo levanta la azada día a día para arrancar de la tierra sus productos. Llovía y era feliz porque el fruto de su tesón era regado con el maná de un cielo que lloraba riqueza.
Hoy llovía y el vendedor de paraguas y chubasqueros se reconfortaba pensando que las ventas aumentarían. Eran esas tormentas, a ratos, las que le proporciaban más ganancias.
Hoy llovía y el dueño de la chocolatería intuía como las mesas de su negocio aglutinarian, de un momento a otro, a familias enteras alrededor de una taza caliente acompañada de churros sabrosos.
Hoy llovía y el jardinero planeaba el futuro de aquellos setos que crecerían agradecidos al líquido vital. Fuertes y arraigados a una tierra madre incondicional.
Hoy llovía y los pantanos se mostraban tulgentes y voluminosos, encerrando bajo sus aguas pequeños tesoros arqueológicos que sólo el estío muestra su tétrica belleza. Falso regalo para los ojos que aviene tras la tragedia de la asfixia.
Hoy llovía y los arroyos inertes volvían a la vida, cuáles lázaros a la voz de arrullo de las gotas incesantes.
Hoy llovía y el suave tintineo del aguacero se convertía en una sinfonía de bellas notas indómitas, pero que marcaban el compás sin equívocos.
Hoy llovía y la atmósfera enrarecida limpiaba sus pulmones de toxinas acumuladas por los malos hábitos de un humano cada vez más acomodado y sedentario.
Hoy llovía y los bosques sedientos absorbían, a borbotones, las cuantiosas rías de agua limpia, cristalina, pura.
Hoy llovía y al bajar del taxi se mojó el pie, maldijo a aquel mal de la naturaleza que provocaba atascos, que ensuciaba con sus corrientes las calles. Y se acordó, pues, de lo poco que le gustaba la lluvia y tenía mil razones para ello. O¿quizás era sólo una?