¿Cuántas veces la propia inercia nos ha
llevado a hacer lo que hacía el de al lado? Seguramente, alguna que
otra. Es lo mismo a lo que llamamos efecto dominó, pero, ¿nos hemos
parado a reflexionar el por qué de actuar de ese modo? Es más que
probable que, en este caso, hayan sido los menos.
Ayer observé como alguien que conducía
un vehículo se percató de que otro conductor estaba emprendiendo la
maniobra de salir de un aparcamiento, hasta ahí todo normal. Vi,
entonces, como ese conductor, sin querer aparcar en el hueco que se iba a
dejar vacío, esperó a que el anterior saliese facilitando, así, su
incorporación a la nueva ruta, esto ya menos habitual. No obstante,
seguí contemplando la escena y pude comprobar como la persona que había
sido agraciada con la amabilidad del otro conductor hizo lo propio unos
metros más adelante con un coche que, igualmente, también salía de un
aparcamiento. Esta situación sí que captó mi atención y me pregunté ¿lo
habría hecho si el de atrás no le hubiese facilitado el paso? Es algo
que no podremos corroborar, pero seguramente las probabilidades hubiesen
descendido bastante. Así que me convencí de que el efecto dominó, en
esta ocasión, había sido la herramienta perfecta para facilitar un
sentido de civismo que no debería ser síntoma de contagio, sino una
acción genética de necesidad. No obstante, creo que estamos lejos de
alcanzar tal excelencia.
Fue entonces, cuando de una escena
puramente cotidiana, mi mente comenzó a trabajar de manera autónoma y
esa misma sinergia se materializó en preguntas algo más trascendentales
¿necesitamos los humanos un espejo en el que mirarnos? ¿El simple hecho
de pertenencia al grupo es el que nos hace actuar de un modo u otro con
el único objetivo de ser aceptados más que el deseo altruista de hacer
lo correcto? Y en esa vorágine llegué, casi solito, a la conclusión de
que el ser animales gregarios nos hace un poco esclavos del qué dirán.
Perdemos de ese modo, algunos más que otros, la autenticidad y en ese
momento abrimos infinidad de puertas hacia la manipulación, ya sea
mediática, política, religiosa o social, pues el miedo a perder el redil
de lo correcto nos aleja del grupo y eso, en la mayoría de los casos,
crea pavor.
No obstante, me hice la pregunta al
contrario, pues, en definitiva, el efecto dominó que había observado se
materializó en algo positivo y surgió ahí otra duda ¿tendemos los
humanos al drama dando prioridad a la parte más siniestra? Y llegué a
otra conclusión, la intrínseca maldad que albergamos aflora con más
facilidad el mal uso de las herramientas de las que disponemos. Es
decir, un cuchillo, por sí mismo, no es un arma para hacer el mal y, sin
embargo, nos sirve para multitud de acciones que nos benefician, aunque
por regla general lo observemos con recelo. Ahí caí en mi trampa.
Casi sin saberlo me estaba sirviendo en
bandeja una realidad, la de que en el fondo somos más libres de lo que
pensamos, pero más verdugos de lo que se espera de nosotros. Así pues,
será por el efecto dominó de lo políticamente correcto por lo que
nuestras decisiones, en muchas ocasiones, vayan enfocadas a no dejar
pasar al de delante por el riesgo a parecer idiotas y como si dejando al
coche que nos precede hueco para salir, en vez de pitarle en señal de
sanción, perdiésemos esa condición de ser humanos mas ligada a lo
siniestro por la simple pertenencia al grupo. Y, todo esto, lo vine
observando desde el balcón.
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