Los tambores retumbaban en el
valle desde el amanecer. Fueron los primeros rayos de sol los que advirtieron a
los aldeanos de la fulgurante batalla que estaba por librarse. Como si de un Poseidón
sin mares los tridentes se afilaban en ambas campañas y el destello de las
ascuas despertaba la curiosidad de aquellos que habían madrugado para acoplarse
en el mejor palco del patio de butacas.
Desde temprano, David comenzó a
ataviarse con las corazas plateadas y endureció los nudillos de sus puños para
encallarlos y servirse de ellos como herramienta perfecta para derrotar al
temible Goliat. En un alarde de no quedarse rezagado el gigante de ébano
empolvaba sus palmas de las manos ya que por la grandeza de su corpulencia no le
hacía falta cerrarla para con la propia inercia de su movimiento derrocar a
todo aquel que consideraba enemigo. Con semejante panorama la lidia se antojaba
desproporcionada, pero David no desistía en su arrogancia y orgullo y a pesar
de las vicisitudes estaba concienciado de que no intentarlo sería la verdadera
derrota, pues, ¿qué tenía que perder?
Pronto comenzaron a abrirse las
cortinas de ambas tiendas, los vasallos de cada bando, aunque en cantidad
visiblemente sin equilibrio, vitoreaban a ambos contendientes y aplaudían la
valentía que demostraban. Tanto el gigante de negra figura, como el imberbe
caudillo formaron filas sin pestañear y el trofeo que se interponía entre ambos
lucía con esplendor en el centro del campo de batalla.
De repente todo se paralizó, sólo
la respiración afianzada de los contrincantes, el sordo estallido de algún
sollozo de compasión de las madres que arreciaban en el lugar, una brisa
agorera del tedioso estío que se encontraba a la vuelta de la esquina y dos
buitres que rondaban en el azul para recoger la carroña que sobraría tras la
lucha se hacían su hueco. Al finalizar el último toque del tambor dio comienzo
el vitoreado litigio.
Un Goliat tranquilo plantó su
mano abierta como una tormenta de nubes ennegrecidas y con actividad eléctrica
sobre el cuerpo de un David que se limitó a levantar su brazo con el puño bien
cerrado que pronto quedó visiblemente hundido en la inmensidad de la extremidad
del exacerbado rival. Los aplausos en las filas de Goliat apenas se manifestaron
eclipsados detrás de sonrisas maliciosas que preconizaron cuál sería el
resultado de la lucha y cuya presencia sólo se convertía en un acto de
afianzamiento de su premonición. Todo acabó en cuestión de segundos. Al
levantar la mano, David se hallaba muerto, las heridas eran mortales y el
espectáculo pronto había acabado. Triunfante, Goliat, ante la plebe arrancó de raíz
el pequeño acebuche de varas flexibles que servía como muestra de la victoria.
Cuando todos se hubieron alejado
del lugar el cuerpo de David sólo quedó velado por sus escasos fieles que
confiaron desde el principio en su triunfo, ahora contemplaban apenados como
todos los esfuerzos habían sido en vano. Tal fue así que los buitres comenzaron
a rondar a escasos metros del maltrecho cadáver.
Todo parecía acabado, pronto se
esfumaron las esperanzas de aquellos que sólo confían en el aquí y ahora y
ahora todo era desolación. Cuando también esos se alejaron, David, comenzó a
respirar, con el puño aun cerrado alejó a los buitres carroñeros de sus
maltrechas carnes, asió a sus compañeros y se levantó con la mejor de las
sonrisas. Ahora, él sí contaba con la fidelidad y la lealtad, ahora era cuando
verdaderamente comenzaba la guerra, mientras Goliat y sus secuaces celebraban
con exaltación de egos su fácil triunfo, el pequeño pero inteligente David
comenzó a elucubrar y articular su caballo de Troya con el que más temprano que
tarde tumbaría de un silbido al victorioso Goliat. Pues David supo siempre que
para ganar son precisos los espinos, mientras que Goliat seguro de su fuerza no
alcanzó a comprender que sus espinos lo rodeaban desde el comienzo.
Diego José López Fernández