8 ene 2020

VOCES SIN ALMA

Hay ojos a los que nadie mira.
Voces a las que nadie escucha.
Oídos a los que nadie habla. 
Corazones para los que nadie laten.
Hay sombras que no tienen cuerpo,
vidas que carecen de alma.
Hay errores que te anulan
y conducen a la nada.
Personas casi sin rostro
que pasan sin zancada,
y sus pasos sin huella,
y su existencia vana.
¿Cuántas veces nos fijamos en su envoltura de llamas?
¿Cuántas veces acudimos a su llanto de plegaria?
Qué inútil cuando nada
salva la vida su distancia
y con abrupto sigilo
se apaga tanta desgracia.
Ya no quieren sus oídos escuchar nuestras palabras,
ya su voz no quiere ser escuchada,
ya sus oídos no necesitan la llamada.
Y ahora todos en manada
lamentamos tu desdicha,
cuando tus penas fueron
lejanas a nuestra vida.
Pero baste, al menos,
la redención del alma, 
para recordarte siempre
viajero sin amarras.

Diego José López Fernández 
08-01-2020 
A ti, Carlos. 

1 ene 2020

CUENTO DE NAVIDAD

Remiendos del alma
El reino pacía tranquilo y, entre las voces blancas de algunos coros infantiles y las luces navideñas que brillaban con intensidad en las céntricas calles, cumpliendo con su función de atraer hacia los bonitos escaparates a los vecinos y vecinas que ultimaban las compras típicas de la fiesta, disfrutaba de las entrañables fechas. 

Todo aparentaba calma, aunque la verdad de todo aquél vergel de buenos propósitos que emanaba de los sencillos y bondadosos lugareños, contrarrestaba con los ánimos del palacio del viejo Conde, donde nada ni nadie era capaz de apaciguar su disgusto. El Señor que se creía de aquellas tierras no terminaba de convencer con su falsa dispensa y un trampantojo de pan y circo sobre el verdadero significado que había intentado dar al último regalo envenenado con el que había agasajado, de manera falsa, a sus convecinos y que no terminaba de calar en la opinión pública. 

No sabía que la fortuna del tiempo, muy a su pesar, había permitido que aquel reino al que pretendía controlar con sus dudosas artes había vencido a un analfabetismo impuesto y a una sumisión de la mayoría ante una falsa élite que lo único que pretendía era perpetuar la oscura manera con la que habían mantenido sus privilegios durante siglos.

Pero el Conde, que lo veía todo muy claro en principio, tuvo que hacer algunos retoques al discurso para justificar con calzador sus derroches de innecesarios reconocimientos a un tiempo oscuro al que parecía deseaba volver con las nuevas dispensas que le ofrecía la libertad, esa misma que lo mantenía en su palacio en aquella céntrica plaza de la Villa. 

Aquel hombre gris intentaba ocultar la ridícula decisión de homenajear, con elementos inadecuados,  a la mayoría del vecindario que con su sangre, su sudor y sus lágrimas habían labrado tierra ajena. A esos mismos que dando incluso, en aquellas eras, su propia dignidad secuestrada en las hazas de señores de poca indulgencia y gran afán de poder absoluto se negaban a blanquear tal despropósito. 

El Conde, con su actitud despótica, pretendía hacer de aquella oda a la miseria y la decadencia el homenaje a los sufridores del eslabón más débil. Era como intentar enaltecer al pueblo judío con una fila de prisioneros entrando en un Campo de Concentración con su portada imponente y una Gran Esvástica 'hermosa' en el penacho, algo indudablemente majestuoso, a la par que infame.

Y aquí, en estas tierras para propios y extraños cuándo pasan por una de sus grandes avenidas, al final, se llevan la sorpresa del siglo y de los que están por venir. Pueden avistar con incredulidad un museo de los horrores en vivo y de postre un cortijo. La escena repleta de figuras sin rostro, ni identidad, sombras sin nombre, ni apellidos tal y como le gustaba a los poderosos. Seres en forma de números, faltos de humanidad, férreos, delgados, como ánimas alrededor del fulgor de aquel portentoso edificio. Rodeado de gallinas que no eran suyas, perros que adiestraban para ser herramientas de sus señoritos y todos sus avíos. Horrible, no por su majestuosidad estética, sino por lo que representa, la viva estampa de la miseria y la decadencia de un pueblo, nuestro pueblo.  

Y, por más que el Conde intentaba tapar el sol con un dedo, parecía haber olvidado que en el solar dónde crecen los cipreses yacían olvidados decenas de huesos sin merecida dignidad por querer dejar de ser la sombra bajo aquel bonito cortijo y reclamar que aquellas siluetas tuviesen cara, vida, nombre y apellidos, esos que casi habían sido arrebatados.

En aquella encrucijada, el Conde intentó cargar contra todo aquel que creía enemigo para tapar unas vergüenzas tan evidentes que se manifestaban tan oscuras como las sombras con las que pretendía engañar a sus vecinos en aquel aquelarre de derroche y anacronismo. 

La Navidad aún seguía su curso y quizás con la trasera del carrusel del Rey Baltasar el señor Conde aún tenía una nueva oportunidad de intentar dar luz a tan oscuros senderos por los que venía transitando con poco acierto.

Diego José López Fernández
01-01-20

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