Unos lejanos perfiles se dibujan en el horizonte, son bellos, pero un tanto desproporcionados.Algunos de matrícula extranjera se asombran con tan imponente sombra bidimensional. Fiel testigo del devenir de los tiempos, se aferran a sus pilares sin cambiar un ápice su bravura ni su pose elegantemente vanidosa. Nacido para ser de anuncio, concebido para extrapolar los valores de una de las marcas de caldos más famosas del mundo. Siempre resistió cualquier viento, lluvia, tempestad o altas temperaturas. Impertérrito, quieto, pero a la vez muy vivo. Dijo el viejo sabio Machado, que no hay camino sino que se hace camino al andar y él, incluso en su quietud, ha hecho ese lento pero importante camino del reconocimiento.
Puede que ese mismo horizonte no quede huérfano y que, aunque en la lejanía, la compañía se haga presente en la silueta de otra bella anatomía. Con el mismo fin, con parecido en el devenir, con la misma vigilancia, pero quizás menos recia e imponente. Más comedida y festiva ha sembrado otros escenarios con las reminiscencias de su esencia. Su nombre es patente en cualquiera de las fiestas y tradiciones más arraigadas de la soberbia Andalucía. Aliada además de hosteleros de buen gusto y refinadas costumbres.
Saben vestir páramos yermos y se hacen dueños y señores de grandes y largas rectas de asfalto aburridas. Él con toda su varonía en esplendor, ella con el ala ancha por bandera. Él que sirve de escudo a una bandera y ella que es símbolo de una cultura. Ambos forman el maridaje perfecto para trascender de su originaria concepción a un alto grado de aceptación común como adalid de un sentir, de una patria de una madre tierra.
Ellos que estuvieron flanqueados en su nacimiento por letras en las que servían de un simple elemento más de una campaña publicitaria de vinos, Osborne uno, Tío Pepe la otra. El toro y la botella humanizada con sombrero cordobés, chaquetilla de corto y guitarra en mano, eran prototipo de una incipiente industria que comenzaba a resurgir en la denostada España de las películas del destape o las de playas repletas de suecas y alemanas. Fiel símbolo de una patria de vino y pandereta.
Y es ahí, precisamente, donde reside su afortunada reputación. Después de pertenecer a ese chovinismo chabacano han sobrevivido al devenir de la propia historia revuelta de su España querida. Ahora, protegidos ambos como símbolo cultural, han dejado de ser imagen de una marca comercial para convertir en historia a sus esculpidos perfiles. Como el pollino en Cataluña o el gallo en la vecina Portugal, el Toro de Osborne y la Botella de Tío Pepe son santo y seña de la España de todos, de los que vivieron una triste y larga guerra civil, de los que sobrevivieron a cuarenta años de represión indeseable, de los que asistieron expectantes a una Transición modélica y los que llevan incluso algunos reyes y papas a sus espaldas.
A pesar de los pros y los contras con los que viste la historia, sobrevivir como símbolo de unión y ser capaz de pasar a ser de la noche a la mañana de producto a talismán es algo que pocas veces ocurre. Razón más que merecida para reflexionar cuando de camino por cualquier carretera de la red nacional se divisan estos preciosos carteles. Mirarlos con los ojos de su valor, con los ojos de lo que han sido y lo que son. Servir de ejemplo inerte, pero vivo a la vez, de la superación, del devenir y el cambio.
Deben ser óbice de compromiso con uno mismo. Transformarnos continuamente con el afán de mejorar, dejar nuestra huella, nuestro perfil y ¿quién sabe? Algún día poder convertirnos en signo o símbolo de una comunidad que identifique nuestro esfuerzo como valor, seamos ese toro o esa botella. No quedemos inmóviles aunque estemos anclados a nuestra silla, aunque nos aten y amordacen, pues el tiempo jamás deja de ser revuelto y el triunfo, puede ser, se halle más cerca de lo que pensamos.