21 oct 2014

Las fronteras del arte

Quizás un paseo normal, el entorno habitual por el que pasan todos los días cientos, quizás, miles de personas. Las mismas aceras, los mismos árboles y los mismos escaparates. El tiempo parece no hacer mella en el devenir de un escenario que se antoja eterno. Vuelves a doblar la esquina y la misma escena se vuelve de nuevo a repetir. Puede que hoy el cielo esté más gris y plomizo que otros días, pero, al fin y al cabo, eso cambia muy poco la monotonía instalada en el cuadro.
Casi a diario repetimos patrones de rutas, hábitos y ¿cómo no? casi vitales. Pero la simpleza hace que los escudos aparezcan y que la necedad no nos deje disfrutar de los regalos con los que nos propina la vida en cualquier centímetro del orbe terrestre. Quizás los adultos estamos tan inmiscuidos en nuestros quehaceres, nuestros problemas y nuestros pensamientos bombardeantes que no sabemos que a escasos centímetros se nos escapa algo que ya no alcanzamos siquiera a comprender.
Ayer salí de casa con una acusada proposición de mirar el más allá de lo cotidiano. Fue entonces cuando descubrí cosas maravillosas. Ayer me paré, y no perdí el tiempo, puede que todo lo contrario, ya que volví a encontrar una parte de mí que hacía tiempo no alcanzaba a hallar. Sentado en uno de los macetones metálicos plantados con esmero en la céntrica y preciosa calle Tetuán de la capital hispalense, me regalé miradas de admiración, miradas que satisfechas arrojaban meritoria atención hacia personas que nos regalan cosas hermosas y que poco o nada paramos a atenderlas.
Fueron muchos los niños que pasaron frente a mi improvisado asiento, muchos y de diferentes nacionalidades, edades y tipos de piel, pues era época de mucho trasiego de turistas, pero todos y cada uno de ellos entendían el lenguaje, todos y cada uno de ellos asombrados giraban sus cabecitas en los carros o seguían con su mirada para no perder de vista tan magistral interpretación. Ahí, frente a mí un violinista, un acordeón o una señora que baila al compás de unas palmas. Ahí frente a mí uno de los escenarios más hermosos del mundo. ¡Gratis! La mayoría de los adultos poco reparaban en el espectáculo, algunos, quizás, proferían una ligera mirada, otros tan siquiera tuvieron la sensibilidad de saber que existían. Pero todos, sin excepción, todos los niños se emocionaban al ver tan precioso regalo. Ellos sí que sabían conectar en lo más sincero de su ser con el artífice de tan loable actividad callejera. Todos, sin excepción, se alejaban con ganas de quedarse. Todos mimetizaban con la esencia de la belleza. En definitiva, todos esos seres inocentes, incorruptos hablaban con los ojos del arte.
Pensé entonces en lo ingrato que somos, en lo materialistas y elitistas en los que nos convertimos con el paso del tiempo. Tras reflexionar sentí una especie de vergüenza propia por querer auto convencerme de que mi nivel cultural aceptable es mucho más refinado si conozco a consagrados escritores, virtuosos compositores o espectaculares bailarines que si me paro, al menos, cinco minutos en contemplar a los que la fama ni siquiera le ha dado la oportunidad de demostrar su inconmensurable talento. Personas que además con generosidad inusual en una raza que poco a poco tiende hacia el egoísmo histérico regalan a cambio de casi nada, quizás sólo por un gesto caritativo que suena a metal de poco valor, algo tan grandioso como es el arte. Para ellos no había fronteras.
Hoy, al menos por un segundo, he sentido la raíz que une lo humano y lo artístico. He comprendido lo difícil que es la evolución humana sin el conocimiento de los placeres sensoriales. Difícil es la cuestión de enmarcar la etimología de la palabra arte, una descripción atrevida, osada y subjetiva que nunca convence. Lo que si bien es cierto es que el arte no deja indiferente a nadie y nadie por lo que veo se es más que nunca en los albores de nuestra existencia. Así pues, me gustaría ser nadie por mucho tiempo y regalarme a diario lo bello y hermoso que nos rodea en la hipertensión surrealista en la que vivimos por norma. Evadir un problema efímeramente sentado en un macetón de Tetuán ha sido, sin duda, uno de los mejores espectáculos que he visto en mucho tiempo.

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