El viejo palacete Villaroy distaba a una hora en carruaje de la ciudadela. El sinuoso camino se hizo bajo un atardecer frío de mediados de noviembre. La diligencia abrazaba la niebla, como la hojarasca a la corteza de la tierra que se empapaba de las primeras lluvias del otoño. Eugenia estaba a punto de conocer el que sería su nuevo hogar.
El conde de Villarroy solo dejó un margen de tres meses para volver a contraer nupcias. Su malograda esposa había aparecido en medio de un lago de sangre que brotaba de sus blanquecinas muñecas. Ofelia, el ama de llaves, enmudeció. El conde, tras el trágico suceso, ordenó que los detalles de aquel fatal acontecimiento jamás atravesaran los muros de la afamada propiedad.
Cuando Eugenia llegó al destino, la noche se cernía entre un mar de álamos y cipreses que rodeaban la finca. Una lechuza ululaba, alertando de que sus garras, pronto, atraparían una nueva presa.
Al cruzar el umbral, los poros de su tersa piel despertaron como escarpias, y una extraña presencia vestida de completo luto la atendió sin mucho entusiasmo. Aún así, la negra figura de aquella dama guio a Eugenia hasta su habitación. «Sea bienvenida. A las nueve en punto se sirve la cena. El conde la estará esperando», fueron las únicas palabras de Ofelia. «Por cierto, don Gabriel Villarroy es muy celoso de su biblioteca, le aconsejo que no ose a profanarla», añadió, antes de retirarse.
Eugenia desempaquetó todo el arsenal de maletas que la acompañaba. Colocó el joyero en la peinadora y se desnudó sin prisas, el helor era muy desagradable. Aún así, las llamas de la chimenea, que comenzaba a abrazar con su fulgor aquellos fríos muros, iluminaban su silueta. De golpe, se abrió la puerta. El conde observó la belleza delicada de su joven y recién estrenada esposa. No lo pudo evitar. Se abalanzó sobre ella, que no opuso resistencia y le entregó su pureza. Entre embestidas salvajes, ella enjugaba las lágrimas en su larga y sedosa melena esperando que acabase pronto la saciedad animal del respetado conde y ahora dueño de sus designios.
Al acabar, él se arrodilló ante la dama y le ofreció una tiara de oro, engastada con ciento trece piedras preciosas de tonos azulados. «Ahora, sí que eres una verdadera Villarroy», le dijo orgulloso. Eugenia quedó en silencio y de manera autómata se colocó la joya y el vestido púrpura que él había mandado a confeccionar para la ocasión. Estaba radiante. La joven era, quizás, la condesa consorte más hermosa del linaje de aquél noble apellido.
Cenaron las mejores viandas del condado. El postre fue exquisito, unas onzas de chocolate suizo de excelente calidad con el escudo condal lo remataba. «Querida Eugenia, este palacio, las tierras que lo rodean y mis riquezas son suyos. La única condición que le pongo, señora mía, es que me dé un hijo varón y que no salga de mis dominios, son suficientemente amplios para que una mujer de su posición encuentre asueto conveniente. ¿Está claro?». Ella asintió obediente.
Tras la breve conversación, don Gabriel desapareció por una galería interminable, como cada noche, con el afán de alejar los fantasmales alaridos que lo llevaban atormentando desde hacía semanas. Recordó lo que Ofelia le había contado de la biblioteca y le extrañó que su esposo no le advirtiese nada sobre tan misterioso asunto. «¿Se estaría inventando la enlutada esa historia para amedrentarla?». Estaba dispuesta a salir de su duda.
El aposento del conde estaba contiguo al suyo y en una puerta del fondo se intuía la biblioteca a la que se refería el ama de llaves. Entró con el deseo de hallar lo extraordinario, pero, además del desorden y mucho polvo, allí no se observaba nada fuera de lo común. Pensó que le había proferido una falsa y se dispuso a abandonarla. En el justo momento de atravesar el dintel de arco ojival que remataba la puerta escuchó una voz «¡ayúdeme, sáqueme de aquí!». Era lejana, pero con nitidez suficiente para entenderse. Sintió como si una aguja se introdujese en su espinazo y, por segunda vez en el día, el cuerpo le reaccionó a aquel palacio carcelario. Salió como alma que lleva al diablo con tan mala suerte que la tiara cayó al suelo. El golpe hizo que se desprendiese de la joya una pequeña pieza en forma de llave. «¿Qué abriría?» La intriga, la hizo volver sobre sus pasos. Al entrar de nuevo en la biblioteca observó un cofre de fina ebanistería encima de la mesa de despacho, lo cerraba un pequeño candado. Probó la llave con éxito. Dentro había una carta.
Muy señor mío,
La sangre que voy a derramar sobre el mármol negro de mi aposento no quedará en vano. Arrancaste de mí la entraña más pura y eso, jamás, voy a perdonártelo. Mi sangre no quedará impune, por muchos años que pasen. Cuando la próxima condesa lea esto actuará y para ti ya será tarde.
Firmado, tu fiel esposa, madre de tu hija y la fuerza más oscura con la que no podrás luchar.
Siempre tuya, Amanda Alcaraván, condesa de Villarroy.
Tras Eugenia aguardaba, paciente, Ofelia. «Ha llegado la hora de que conozcas la verdad». Bajo la misiva había otra llave, la sirvienta la cogió y delatando una cámara secreta, oculta tras una estantería, descubrió una puerta. «Ábrala, doña Eugenia». Lo hizo sin oposición. A los pocos segundas como una exhalación una niña se abrazaba con fuerzas a sus piernas; no debía tener más de cuatro años. «Te presento a la señorita Julieta. Ella es la hija de la que habla la carta de la condesa malograda. Don Gabriel siempre la quiso muerta, pero yo la salvé y la encerré ahí. No me dio tiempo a avisar a mi señora que, creyéndola finada, se quitó la vida en la estancia que ahora ocupa usted».
Antes de que despuntara el sol, el conde regresaba al palacete. Esta vez el umbral de su luctuoso hogar no iba a ser tan generoso como hasta entonces. Esa mañana lo recibió una daga que le cercenó la yugular sin contemplación. Aquellas tres mujeres, impasibles, observaban como a la bestia se le iba escapando la vida. Sin remordimiento, le arrancaron del dedo el sello condal y lacraron con él la siguiente misiva.
Excelentísimo señor alcalde de la villa,
Le comunico que voy a partir a tierras africanas para hacerme cargo de una nueva empresa. Le hago saber que dejo bajo su protección oficial a mi esposa, a mi ama de llaves y a su pequeña hija. Le ruego les ofrezca seguridad en mi ausencia.
Con afectuoso saludo, don Gabriel, XIII conde de Villarroy.
Por Diego J. López

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