23 nov 2025

LLOVÍA


Apenas había comenzado a llover. Siempre era la lluvia la que acompañaba su llanto enjugado. Lo hacía invisibilizándola al resto. Paula sabía que no iba a ser un día normal. Aquel aguacero estaba golpeando el alféizar con más desmesura de lo común. 

Mauro, como siempre, desafiaba cualquier tipo de premonición de su esposa. La hacía sentir un ser patético por sus continuos vaticinios que él creía inútiles y ella los llegaba a sentir como tal. Pero siempre terminaba teniendo la razón y eso la angustiaba. Al mismo tiempo que encendía la cólera de su esposo —como si ella tuviese la culpa o hubiese dispuesto, conjurada junto a la luna y todos los elementos naturales, poseer el don para dejarlo en ridículo— se agotaban sus ganas de existir. 

Tanta era la frustración que se consolidaba en el esposo, que sus miradas le atravesaban el alma y la rompían en mil pedazos. Tras sus intuiciones se sucedían días de silencio cruel. Aún así, Paula no dejaba de servir en cada tarea que Mauro le tenía asignada. Al fin y al cabo, era una buena esposa. 

Pero llovía y el agua comenzaba a amenazar con fuerza los bajos de las casas. A la par, las venas de Paula bramaban el espanto. La gran ola estaba a punto de asolarlo todo. Llovía. 

Mauro, impasible, la contemplaba con desprecio. Sabía que estaba preocupada, pero se reía de sus profecías, como cada vez que llovía y las tormentas decidían instalarse frente a sus ventanales con más asiduidad de la que la buena mujer estaba configurada a soportar. Puede que, en alguna de esa precipitación, ella se dejase arrastrar por la corriente. Pero las corrientes no terminaban de encauzar y los charcos, hasta entonces, le habían parecido más o menos sorteables. 

Llovía y lo hacia con furia. A pesar de la advertencia, Mauro reía. Las nubes seguían descargando y él, guiándose por la rudeza del que se siente en la brutalidad de desafiar a la furia de Poseidón, se adentró en la marea. Consideraba que salvar de las supercherías de su esposa, por si acaso, las cosas que de verdad le importaban, todo material, iba a resultarle una empresa fácil. 

Odiaba la idea de tener que darle la razón en forma de truenos en la cocina, incluso en las fronteras de una habitación que no merecía aquella señora cuando pecaba de bruja. El “porsiacaso” era una pequeña licencia que se permitía el tipo para tener la excusa de poseer la razón. Nadie mejor que Mauro era consciente de que, en realidad, su decisión era una forma de obedecerla que él detestaba. 

La lluvia, siempre la lluvia, pero ese día era más lluvia. Y ella no dijo nada, no hizo falta. Todo iba a quedar bajo las aguas, ya se había asomado al barranco y vio el desbordamiento muy cerca. Paula, en su cabeza conocía aquella lluvia. Las nubes le estaban hablando. Lo mejor era dejarlo hacer. Mauro, sin saberlo se fue adentrando en la lluvia, tanto, que Paula jamás volvería a tener la necesidad de corroborar sus aciertos. 

Llovía y el barranco era furia, y la ola era lodo. Llovía y el polvo, por fin, volvía al polvo.


Por Diego J. López

16 nov 2025

CARTA DE RECOMENDACIÓN


El viejo palacete Villaroy distaba a una hora en carruaje de la ciudadela. El sinuoso camino se hizo bajo un atardecer frío de mediados de noviembre. La diligencia abrazaba la niebla, como la hojarasca a la corteza de la tierra que se empapaba de las primeras lluvias del otoño. Eugenia estaba a punto de conocer el que sería su nuevo hogar. 

El conde de Villarroy solo dejó un margen de tres meses para volver a contraer nupcias. Su malograda esposa había aparecido en medio de un lago de sangre que brotaba de sus blanquecinas muñecas. Ofelia, el ama de llaves, enmudeció. El conde, tras el trágico suceso, ordenó que los detalles de aquel fatal acontecimiento jamás atravesaran los muros de la afamada propiedad.

Cuando Eugenia llegó al destino, la noche se cernía entre un mar de álamos y cipreses que rodeaban la finca. Una lechuza ululaba, alertando de que sus garras, pronto, atraparían una nueva presa. 

Al cruzar el umbral, los poros de su tersa piel despertaron como escarpias, y una extraña presencia vestida de completo luto la atendió sin mucho entusiasmo. Aún así, la negra figura de aquella dama guio a Eugenia  hasta su habitación. «Sea bienvenida. A las nueve en punto se sirve la cena. El conde la estará esperando», fueron las únicas palabras de Ofelia. «Por cierto, don Gabriel Villarroy es muy celoso de su biblioteca, le aconsejo que no ose a profanarla», añadió, antes de retirarse. 

Eugenia desempaquetó todo el arsenal de maletas que la acompañaba. Colocó el joyero en la peinadora y se desnudó sin prisas, el helor era muy desagradable. Aún así, las llamas de la chimenea, que comenzaba a abrazar con su fulgor aquellos fríos muros, iluminaban su silueta. De golpe, se abrió la puerta. El conde observó la belleza delicada de su joven y recién estrenada esposa. No lo pudo evitar. Se abalanzó sobre ella, que no opuso resistencia y le entregó su pureza. Entre embestidas salvajes, ella enjugaba las lágrimas en su larga y sedosa melena esperando que acabase pronto la saciedad animal del respetado conde y ahora dueño de sus designios. 

Al acabar, él se arrodilló ante la dama y le ofreció una tiara de oro, engastada con ciento trece piedras preciosas de tonos azulados. «Ahora, sí que eres una verdadera Villarroy», le dijo orgulloso. Eugenia quedó en silencio y de manera autómata se colocó la joya y el vestido púrpura que él había mandado a confeccionar para la ocasión. Estaba radiante. La joven era, quizás, la condesa consorte más hermosa del linaje de aquél noble apellido. 

Cenaron las mejores viandas del condado. El postre fue exquisito, unas onzas de chocolate suizo de excelente calidad con el escudo condal lo remataba. «Querida Eugenia, este palacio, las tierras que lo rodean y mis riquezas son suyos. La única condición que le pongo, señora mía, es que me dé un hijo varón y que no salga de mis dominios, son suficientemente amplios para que una mujer de su posición encuentre asueto conveniente. ¿Está claro?». Ella asintió obediente. 

Tras la breve conversación, don Gabriel desapareció por una galería interminable, como cada noche, con el afán de alejar los fantasmales alaridos que lo llevaban atormentando desde hacía semanas. Recordó lo que Ofelia le había contado de la biblioteca y le extrañó que su esposo no le advirtiese nada sobre tan misterioso asunto. «¿Se estaría inventando la enlutada esa historia para amedrentarla?». Estaba dispuesta a salir de su duda. 

El aposento del conde estaba contiguo al suyo y en una puerta del fondo se intuía la biblioteca a la que se refería el ama de llaves. Entró con el deseo de hallar lo extraordinario, pero, además del desorden y mucho polvo, allí no se observaba nada fuera de lo común. Pensó que le había proferido una falsa y se dispuso a abandonarla. En el justo momento de atravesar el dintel de arco ojival que remataba la puerta escuchó una voz «¡ayúdeme, sáqueme de aquí!». Era lejana, pero con nitidez suficiente para entenderse. Sintió como si una aguja se introdujese en su espinazo y, por segunda vez en el día, el cuerpo le reaccionó a aquel palacio carcelario. Salió como alma que lleva al diablo con tan mala suerte que la tiara cayó al suelo. El golpe hizo que se desprendiese de la joya una pequeña pieza en forma de llave. «¿Qué abriría?» La intriga, la hizo volver sobre sus pasos. Al entrar de nuevo en la biblioteca observó un cofre de fina ebanistería encima de la mesa de despacho, lo cerraba un pequeño candado. Probó la llave con éxito. Dentro había una carta. 


Muy señor mío, 

La sangre que voy a derramar sobre el mármol negro de mi aposento no quedará en vano. Arrancaste de mí la entraña más pura y eso, jamás, voy a perdonártelo. Mi sangre no quedará impune, por muchos años que pasen. Cuando la próxima condesa lea esto actuará y para ti ya será tarde. 

Firmado, tu fiel esposa, madre de tu hija y la fuerza más oscura con la que no podrás luchar. 

Siempre tuya, Amanda Alcaraván, condesa de Villarroy. 

 

Tras Eugenia aguardaba, paciente, Ofelia. «Ha llegado la hora de que conozcas la verdad». Bajo la misiva había otra llave, la sirvienta la cogió y delatando una cámara secreta, oculta tras una estantería, descubrió una puerta. «Ábrala, doña Eugenia». Lo hizo sin oposición. A los pocos segundas como una exhalación una niña se abrazaba con fuerzas a sus piernas; no debía tener más de cuatro años. «Te presento a la señorita Julieta. Ella es la hija de la que habla la carta de la condesa malograda. Don Gabriel siempre la quiso muerta, pero yo la salvé y la encerré ahí. No me dio tiempo a avisar a mi señora que, creyéndola finada, se quitó la vida en la estancia que ahora ocupa usted». 

Antes de que despuntara el sol, el conde regresaba al palacete. Esta vez el umbral de su luctuoso hogar no iba a ser tan generoso como hasta entonces. Esa mañana lo recibió una daga que le cercenó la yugular sin contemplación. Aquellas tres mujeres, impasibles, observaban como a la bestia se le iba escapando la vida. Sin remordimiento, le arrancaron del dedo el sello condal y lacraron con él la siguiente misiva. 


Excelentísimo señor alcalde de la villa, 

Le comunico que voy a partir a tierras africanas para hacerme cargo de una nueva empresa. Le hago saber que dejo bajo su protección oficial a mi esposa, a mi ama de llaves y a su pequeña hija. Le ruego les ofrezca seguridad en mi ausencia. 

Con afectuoso saludo, don Gabriel, XIII conde de Villarroy.


Por Diego J. López  

15 nov 2025

TODO CAMINA HACIA EL FIN


 

La vida se convierte en insoportable

cuando se aprecia la sonrisa ajena

detrás de los cristales de un bus en marcha.

Un gesto que, a buen seguro, solo trata

de cubrir con disfraz un drama personal.


Vivir se transforma en total pesadumbre

y todo es losa, hasta una gota de lluvia

que fresca resbala por alguna parte

de mi piel insensible. Llena de ácido.

Corroyendo la ribera de su surco.


Ir hacia la luz es el destino cruel,

aunque el paladar saboree la miel

de ese panal que fenece sin remedio

en colmenas rociadas de gases nobles

que, dulces, las matan sin remordimiento.


Acoger la evidencia; abrazar lo fatal

esa es la única decisión voluntaria,

e incluso los ecos de una fiesta infantil,

rebosantes de lozanía, se arrugan

y alinean abrazados a la nada.


Mas, cuando el incienso conquista las fosas

con cada rastro de su apreciado olor

ese celeste aroma es la cruz de guía

para que la parca marque la ubicación

que lo transfigure todo en soportable.



Por Diego J. López

¿QUÉ ME PASA?

 


¿Cómo he llegado a esto?

Yo, que siempre tuve una opinión,

una palabra de aliento

hacia quién necesitase el espaldarazo

e incluso de desaprobación

ante lo que me provocaba rabia

y hoy me hallo en silencio.


¿Qué me pasa?

¿Dónde he dejado la mochila?

Esa que llené de quimeras 

y de futuros pintados de color,

que ahora parecen espejismos

que reflejan la evidente decadencia.


¿Qué me pasa?

¿Por qué no encuentro esperanza?

La incomprensión, el caos, 

la tiniebla cubre la calle 

cómo un castigo, sin remedio,

cómo un pecado cuya penitencia 

se antoja vaticinio del fin.


¿Qué me pasa?

¿Dónde está mi voz?

Acallada ante el genocidio,

con una cuerda alrededor de la lengua 

y toda la vergüenza insana 

invadiendo cada palmo de mi ser.


¿Qué me pasa?

¿Acaso he dejado de ser humano?

Me pregunto pegado al smartphone,

pensando en los likes

y en la aprobación de este atroz comercio 

que, cada minuto, da más asco.


¿Qué me pasa?

De verdad, ¿qué me está pasando?


Por Diego J. López

28 feb 2025

YO TE CUIDARÉ

 


Aunque tus cielos lloren lágrimas,
por la sangre derramada de tus hijos
en las muchas batallas libradas en tus planicies,
yo te cuidaré.

Aunque tus arrugas hagan estragos 
en los cercos de tu superficie,
y los ríos ahonden con su fuerza
tu piel, ya gastada, de tanta vida, 
yo te cuidaré.

Aunque el maltrato lo maquilles con belleza,
y tires de tu carro con digna fortaleza 
con el fin de mitigar el dolor de tu prole,
yo te cuidaré.

Aunque solo te quieran para manosear tú encanto 
y después te desechen en el reparto de bondades
cómo si un burdel fuese tu hogar,
yo te cuidaré.

Aunque duermas porque el día que despiertes 
sabes que tu fuerza, propia de otro mundo, 
podrá arrasar toda la ignominia soportada,
ahí, yo también te cuidaré.

Te cuidaré, madre, porque has parido a tus hijos
entre el dolor obstétrico y el los avatares de la vida 
y tú nombre de matria, Andalucía,
son los brazos que me abrigan, 
hasta cuando no tengo casa.

por Diego J. López Fernández 

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