6 ago 2015

El noble arte de sobrevivir

Tardes de estío dónde el calor zozobra y rezuma por cada uno de los poros de la piel el sudor. Viernes, un gran atasco a la salida de la ciudad. La circunvalación se congestiona con multitud de coches, motos, furgonetas y caravanas. Si alguien mira por la ventanilla puede comprobar como su espontáneo compañero de viaje se rasca la nariz, pone a punto el aire acondicionado, baja el cristal para aspirar el viciado aire que viene de fuera, se acicala un poco o quizás se pinta de carmín los labios. La cola interminable, unos con destino a pueblos cercanos, otros comienzan sus vacaciones y van camino de la costa, pero todos, sin duda, están sudando. Pronto comienzan a avanzar los de la fila y poco a poco embrague y acelerador se alían para seguir el ritmo del que precede. Contento, pues la cosa prosigue, está cercano un semáforo en verde, pero cuando estás a punto de llegar el ámbar se enciende, el de delante frena y por ende tú también, ahora está en rojo.
Esa misma mañana también se había levantado, con el mismo sofoco y calor que el resto. Quizás no se pudo dar esa ansiada ducha matutina, pues no encontró la llave del grifo a mano. Quizás también su desayuno haya sido una rodaja de pan más o menos duro o en el mejor de los casos un buen samaritano le ofreció un café y una tostada en un bar del borde de esa carretera. Quizás los ávidos conductores en mangas cortas, en camisas de raso o algodón vayan mitigando los efectos de la canícula con sorbos a botellas de agua o quizás hayan recurrido a los aires acondicionados de su vehículo, ¡bendito extra! Dentro alguna que otra preocupación, alguna que otra prisa y algún que otro pasatiempo. Fuera la condena de un clima mediterráneo, un asfalto que bulle en espejismos y una pequeña mochila aledaña a ese semáforo en el que te acabas de detener.
Quizás las fronteras de tus cuatro latas te separen de la patria del que saltó una reja, fue capaz de cruzar un negro estrecho repleto de agua o atravesó varios kilómetros encaramado a los bajos de un camión. Dentro, tú o yo, con nuestras preocupaciones que no son pocas, fuera la mirada de un pobre diablo que poco tiene que perder, un diablete cuya blanca sonrisa y pupilas azabaches destacan entre los coches con algún que otro pañuelo entre sus dedos, quizás también ambientadores o quitasoles. Ahí, mañana y tarde, en una precaria situación de seguridad, exponiendo incluso su vida por un puñado de céntimos, quizás algún que otro euro. Por una razón o por otra se han hecho fieles trabajadores de la indigencia. Algunos, además, cuentan con cierto reconocimiento de todos aquellos que día tras días reciben sus buenos días. Ellos ejercen el noble trabajo de la supervivencia.
Simpáticos, agradables, conformistas, la mayoría de las veces te regalan una sonrisa a cambio de absolutamente nada, aunque puede que sean los únicos buenos días que recibas ese día, quizás sea el único piropo que te han dedicado en meses, pero, sin embargo, nos resistimos a compartir un sólo euro, -mañana amigo, mañana que está la cosa muy mala- les decimos a veces y ¿a ellos les intentamos convencer de lo mala que está la cosa? ¿Cuántas historias arrastrarán sus vidas, cuántas películas y bestseller se escribirían si nos sentásemos con ellos una hora? ¿Cuánto podríamos aprender de su trabajo?
Después arrancas y con un mal sabor de boca piensas, pero ¿qué cambio yo ayudando a esta criatura si en el próximo semáforo habrá otro y más adelante otro más? Y es bien cierto, la respuesta es en nada, pero quizás podamos ayudar a que la dignidad con la que ejercen su profesión se vea recompensada. Al menos, sepamos devolver el saludo, sepamos descubrir nuestra mejor sonrisa, devolvamos lo que con tanto altruismo y poco esfuerzo hacen todos los días, darnos unos simples buenos días de corazón. Quizás ellos después reciban una comida o una cama en un centro de acogida o en comedores sociales, ciertamente de hambre, quizás no mueran. Pero no sólo de comida ni de dinero vive el hombre, pues la humanidad alimenta el alma de las personas. Compartamos con ellos lo bello que es levantarse de nuevo y soportar esta asfixiante calor y que los problemas son menos con una sonrisa. Sepamos ver los pequeños detalles de la vida que nos engrandecen como seres vivos a pesar de nuestra apatía, falta de interés y maldad. En definitiva, aprendamos a ser humanos.

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