Y del barro Dios creó al hombre a su imagen y semejanza… ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!… suena un martilleo en un taller polvoriento de una callejuela perdida en uno de los barrios más castizos de la ciudad. Y tras cada golpe de gubia, una escama de madera de cedro cae al suelo, cuál lágrima que se desprende del lagrimal de una madre dolorosa. Una lasca de madera que entiende que no es digna de formar parte de la obra que entre manos un imaginero cansado, por las horas de la madrugada, no deja de guiar sus manos de una manera casi autómata, como una revelación.
Y así, las manos, el rostro dolorido por la agonía, una mirada que clama al cielo y una boca entreabierta van tomando la forma de un ser viviente, a punto de dejar de serlo, una manos extendidas, casi inertes, un escorzo de dolor… y las ojeras siguen en el rostro de Antonio Ruíz Gijón, pero incansable tiene que extraer de ese trozo de madera a un gitano de la caba para hacerlo Rey de su barrio.
Del mismo modo, un señor de bronce, frente a una basílica, contempla impasible el devenir de los años. Divisa desde un lugar privilegiado el paso del tiempo en una plaza señera, en una plaza cuyas losas tienen el privilegio de ser paseo del Señor de Sevilla. Así pues, Don Juan de Mesa sigue impertérrito cada acontecimiento que tiene cabida en la casa de Aquel, que habita a pocos metros de su pedestal. Cuando Mesa decidió crear, no lo hizo por casualidad, a buen seguro a su madre también la tocó aquel ángel, no se sabe si en forma de paloma o de genes que se hallan fuera de lo humano, pero cómo el fruto de su creación, él, también se hizo eterno.
Mas no se entiende esta heroica ciudad sin la cruz de otro nazareno cuya calle de la amargura se erige frente al corazón que late de amor en el segundo templo. Dulce, sin aspavientos, con mesura, apasionado, un paso tras otro, un rostro cabizbajo, se adentra uno en la Pasión al contemplarlo y Montañés, también presidente de una ágora concurrida, sonríe orgulloso y embelesado por su obra. ¡A la gloria!
Castillo Lastrucci y Ortega Bru se hacen grandes en La Calzada, Santiago, San Lorenzo, San Gonzalo o San Andrés. Nada sería sin ellos. Nada volvería a las jambas de sus templos si sus manos no hubieran sido artífices manufactureras de tallas de bien, de tallas de mal, de tallas de Redentores y también de traidores.
Pero la Gloria,la luz, la Estrella de la Mañana, aguarda impasible en el anonimato su configuración material. Como un secreto inconfesable, la que llora riendo, la imperfección perfecta en un rostro, la que recoge como un manantial las lágrimas de penas y alegrías, de satisfacciones y decepciones, ella, ahí, para todos. Bendita Esperanza de buenos y malos, bendita hechura, benditas Manos de Dios que te tallaron desde el principio al fin. Nada sería de tus misterios si alguien se atreviese a desvelar que eres real, que eres hecha a golpe de martillo y cincel de gubia y pinceles, pues TÚ, Esperanza sin fin sólo pudiste salir de manos benditas, libres de cualquier pecado, sólo Dios, o ¿quién sabe? Supo hacerte así.
Llegados aquí, es justo y necesario rendir homenaje a esos seres humanos que tocados por un don especial convirtieron sus manos en los hilos de un Dios creador y nos regalaron para esta Eterna Sevilla, para la muy Noble, Leal, Heroica e Invicta ciudad, un sinfín de figuras humanas que poco tienen que ver con nuestra condición y sobre las que pedimos e imploramos a veces el perdón y otras la compasión. Sin ellas, Sevilla no sería Sevilla, sin Sevilla, ellas no tendrían casa, sin ellos ninguno hubiésemos tenido nada. Por todo ello, de nuevo creo que las Manos de Dios, algo tienen que ver en todo esto. Y usted, ¿lo piensa?
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