6 ago 2015

El sudor de la alegría

Cuenta la historia que allá dónde muere el Río Grande, ese que llena de gracia las vegas de nuestra bendita tierra con bellos y abundantes afluentes de señorío, hay una mina cuyo oro se bebe. Un lugar en el que el privilegio natural hizo sus estragos desde los albores de su existencia, pues no sólo le dio el beneplácito para ser sepulcro de los sedimentos que arrancados de las entrañas de la madre descansan en una bahía donde al ponerse el sol su último rayo atraviesa una gota de sudor de un hombre hastiado por el trabajo y a la vez dichoso por su labor. Ese mismo rayo muere en un viñedo de caprichosa forma. Sus troncos con hojas de verde esperanzador y cuyos frutos en forma de uva son el principio de esa materia prima que la mina de Sanlúcar de Barrameda transformará en un oro líquido, que embotellado, será el elixir que arrancará la alegría de un gentío que llenará un real entre faralaes de lunares de mil colores y dónde lo exultante se hace, más si cabe, cuando la bendita manzanilla baja por las gargantas sedientas atascadas de albero y fatigadas por el sol. Sevilla se deja seducir por el brebaje gaditano a sabiendas de que sucumbir a su fantasía es explorar lo que las manos de un hijo de la tierra cuidó y esmeró para ser servido en las mesas de la alegría.
Pero Feria de Abril, Sevilla, artesanía, manos de la esencia y tradición son un compendio que unido hacen que todo cambie para que no cambie nada. Tras ese fatigado paseo a través de calles abarrotadas, pero de difícil olvido para las retinas, divisas una casa tras otra cómo si de un espejismo se tratase y dentro sillas y mesas de elegante porte hacen de tu parada un placer para los sentidos. Unas sillas que son hermanas de las que en un pasado reciente han sentido entre sus eneas una nube de incienso en la tarde de un lunes bendito o de una madrugada eterna. Unas sillas cuya hermana más valiente se postra ante la puerta de toriles del coso hispalense para enfrentarse al morlaco de bravura  temida, dónde un traje de luces posa sus brillos para esperar lo que la muerte inminente quiera arrancar de la plaza. Sillas con un sello propio, asientos con rubrica de tronío, con apellido de solera, sillas de Quidiello que quedarán como centinelas inertes del devenir de la historia de una ciudad, de La Ciudad.
Así pues, poco a poco, tarde a tarde, año a año se van encajando las piezas de un perfecto rompecabezas dónde todos caben en alguna pieza por maltrecha e inverosímil que esta parezca. Todo encaja  en perfecta armonía.
De lejos se observa un cielo de farolillos que va alumbrando la calle. Un rosario de cuentas de perfecta hechura. Hileras que marcan las metas de cada una de las calles de esa efímera ciudad que se levanta a las orillas del río que morirá en la antes mencionada mina de oro liquido. Papel imprescindible para configurar la personalidad de la Feria de Abril, rojos y blancos, todos. Al parecer, el día los hace galantes con su abullonada figura, y por la noche centinelas de la luz, portadores del camino que evita la perdición. Magna luz que reflejada a través de su filtro el albero pasa de ser sendero para los cascos y ruedas de bellos carruajes a ser alfombra dónde los pies cansados de alegría, dónde las derramas de manzanilla son gustosamente recibidas, pues hasta el suelo bebe en esta fiesta, dónde cuatro hoyuelos que coinciden con las patas de una silla que ha sido arrastrada para dejar el hueco justo que necesita una pareja para adelantarse en los lances de los cuatro palos de las siempre imprescindibles sevillanas, se hacen verbo.
Y Sevilla muestra su mejor cara. Y Sevilla muestra su máxima ostentación de sevillanía. Y Sevilla es más Sevilla. Y así el sudor, la madera y el papel se hacen material de dioses cuyas formas son de culto sagrado para el sevillano que se precie de serlo y para el visitante que se enamore de la vanidad de una ciudad maravillosa. 

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